El recurso de la fuerza, el odio o la subversión de las
palabras no es la forma más adecuada para resolver problemas políticos como el hecho
diferencial de Cataluña.
Una
sociedad plural no puede plantearse con un estás “conmigo o contra mí”, porque
pierde calidad democrática. Esto está ocurriendo en Cataluña con las manipulaciones
y mentiras, sobre todo cuando los nacionalistas dicen y repiten “España nos
roba”. Es algo inmoral culpar a andaluces, extremeños o madrileños de la mala
gestión económica de la Generalitat.
Confucio
decía que si las palabras no son las adecuadas, los hombres no saben cómo
actuar, reina la confusión y el orden social se desploma. Algo así sucede en Cataluña
con la subversión permanente de las palabras. El proceso independentista se
tapó con la máscara de “transición nacional”, la autodeterminación pasó a ser
el sugerente “derecho a decidir” y el referéndum se disfrazó de consulta, y
últimamente nada menos que de consulta no referendaria.
Laboriosos juristas catalanes han hecho un esfuerzo vano por
encubrir lo que desde el principio estuvo bien claro: la anticonstitucionalidad
de la vía elegida por la Generalitat para acceder al Estado catalán
independiente. Mas debería tener en cuenta que el odio, y no los argumentos, suscitan las
emociones colectivas. De hecho, esta sería la peor herencia que quedaría del
conflicto catalán, muy por encima de los resultados políticos, el odio de unos
contra otros dentro y fuera de Cataluña.
¿En
este conflicto se habrá cerrado la puerta a la esperanza o todavía nos queda la
salida de la reforma constitucional? Depende de Mas y Rajoy y del arbitraje del
Rey, en su condición de árbitro del funcionamiento de las instituciones, buscar
una salida a esta grave situación. Todo menos estrellarnos en este callejón sin
salida, por la torpeza y empecinamiento de unos políticos que no nos merecemos
los españoles. Y si no valen, que se vayan.
Ángel Luis Jiménez Rodríguez